"Ya mi cabeza reposaba inútil en la almohada, ya mis ingenuos ojos acariciaban la sombra, ya mis manos y mis dedos pretendían ser inmóviles, mi boca era un volcán inerte, mis pies un par de piedras, mi pecho un sutil fuelle de viento. Todo en calma, el mundo aguardando el ritual milenario de cada día, ni siquiera los grillos, ni las olas, ni los apresurados carros de policía. Pero allí estaba mi cabeza, el verdugo de mi vida. Martillando el asfalto que es el esquivo sentido, recalcitrante y agudo, mas despierto que un sol desnudo. Allí estaba mi cerebro, lleno de sangre, tanta que también despertó al corazón, lo tomó de las piernas y lo golpeó contra el suelo, lo despertó de sus penas por lo menos unos momentos, le dijo: habla con las manos; haz una revuelta del cuerpo; pero asegúrate, en favor de las palabras, que esta noche nadie duerma sin haber escrito este cuento".
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